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INSANITY - CAPÍTULO I

INSANITY
by Select Ishtar

Querida Mel:
Hoy, en el autobús, pude recordar algo, tal vez no me creas y puedo entenderlo perfectamente (después de las miles que te hice pasar) pero recordé algo, fue un destello de luz parpadeante, como la de mi primer función, que me gritaba que fuera.
No quiero darte una noticia apresurada pero tal vez lo haga hoy o lo haga mañana, depende de mi estado de ánimo.
Enciérrame.
Moses.

PRIMERA PARTE: ALEXANDER GRANT
Desperté pensando en muchas cosas. Muchas de ellas ya no tienen sentido o tal vez no las recuerdo exactamente como pasaron (y como me encantaría recordarlas) pero lo que sí recuerdo fue un largo sueño. Una historia que, a mis ojos debía pasar en cinco horas, se resumía, según los psicólogos de la elite (o tal vez gracias a Christopher Nolan), en unos contados minutos. Pero para mí fue real.
La mirada irreal de mi padre, siempre irrespetuosa y altanera, penetraba y llenaba de escalofríos a mis más bajos instintos, los entintaba de un rojo cobrizo elegante y los adornaba exageradamente con vómito de brillantina. Pero, sin importar lo mucho que deseaba desaparecer, no lo hacía. Supongo que los sueños te ponen en una situación donde, o ves todo, o ves nada.
Mi padre es un hombre bien parecido, por algo mi madre lo escogió y si mi madre tenía una virtud, era el buen gusto que se fue degradando con los años. Lo que también degradaba era el aspecto de el progenitor como me gustaba decirle, cejas pobladas transmisibles genéticamente, una mirada espeluznante que adornaba a su rostro moreno y unas pronunciadas entradas que anunciaban ya su vejez (la cual intentaba disimular con un costoso tinte negro e implantes de cabello) simplemente señalaban a un hombre cansado, insatisfecho y destruido, tratando de convertir su edad en sabiduría.
Dudando a mis principios, me encontré en medio de una de las bellísimas calles de mi ciudad, viendo a los autobuses con un descarado anuncio sobre revistas maternales y a los niños paseando felizmente con sus padres. Cada segundo que contemplaba estas imágenes, un inmenso mareo pasaba por mi mente, como si fuera a contestar la única pregunta que me salvaría de la bancarrota en un programa de televisión que me quitaría el cincuenta por ciento de mis ganancias.
Deseaba que no llegara, pero, como suele suceder en los sueños, aparecía detrás de mí, solamente su presencia hizo que volteara y, como si nuestro cuerpo tuviera un mecanismo automático que creara la hipocresía, le sonreí amigablemente, o al menos eso me parecía una sonrisa amigable.
—Mucho tiempo sin verte— escuchar su voz me hacía sentir asco, pero en mi sueño parecía que era un sonido que estaba esperando durante mucho tiempo.
—Igual me da gusto verte, papi.
Mi padre me veía como si pretendiera comerme, sus ojos se abrían con intensidad y odio mientras su dientes salían de la comisura de sus labios. Gritaba algo que no logré entender hasta que me acerqué.
—Te quiero, hijo.
—Yo también, papi.
Los dientes se acercaban más a mí y yo corría en muchas direcciones intentando salir de ahí con la dignidad que me quedaba.
—Te quiero, hijo.
—Yo también, papi.
Ahora su lengua salía desde un oscuro pasillo de su garganta. Alcanzaba uno de mis pies y lo rodeaba como una serpiente enrollando un elefante. Tiró de mi tan fuerte que mis ojos parecían estallar y mis uñas aferrarse a cualquier guijarro que pudiera salvarme la vida.
—Te quiero, hijo.
—Yo no, papá.
Sus dientes y lengua regresaron a la normalidad. En un flash fotográfico yo estaba en la misma posición del principio, observando. Él me veía con reproche e indignación, pero también había cierto resentimiento y odio. Esa mirada era bastante familiar para mí. Cada vez que hacía algo mal la ponía y me hacía entender que tal vez nunca podría culparlo de algún error.
—Hijo, ¿qué te he hecho para que me odies?
Enmudecí, temía que cualquier palabra pudiera sacar de nuevo aquellos dientes afilados y la lengua de serpiente que parecía envenenar el aire con su presencia.
—Yo soy el mejor padre del mundo. Jamás he hecho, hago o haré algo que te hiera y te haga sentir mal. Vamos, ven a abrazarme.
Y corrí a abrazarlo, no me pregunten por qué, simplemente sentí el maldito impulso de hacerlo. Mientras más me acercaba más sentía el fallo en mi respiración correr por mis pulmones. Mis manos envejecían con cada paso que daba y me convertía en polvo. Mi padre me convertía en polvo, su amor me destruía a cada pisada. Antes de llegar a él pudo respirar un poco y apenas abrí la boca me esfumé. Me esfumé como las malas memorias, como un reconocimiento que solo se ocupó para aumentar el ego. Él seguía viendo al aire con resentimiento.
—Mi hijo no se murió por mi amor. Yo soy el mejor padre del mundo.

Entonces, desperté.

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